
Las horas mágicas de la luz
Los fotógrafos hablan de las horas mágicas cuando la luz produce unos colores, una intensidad y unos tonos capaces de crear atmósferas cautivadoras de gran potencial emocional. La hora dorada se produce justo cuando el sol sale, o justo un instante antes de ponerse, tiñéndolo todo de colores dorados y anaranjados. La hora azul tiene lugar justo después de ponerse el sol, cuando el azul del cielo se va poniendo marino y una atmósfera de luz suave baña de sombras y dulces contraluces el paisaje.
No cabe duda de que la luz, las luces y las sombras, son capaces de crear, de evocar, estados de ánimo especiales desencadenando en nosotros emociones muy intensas.

En nuestros valles esto se hace particularmente intenso, ya que la luz es tan clara y tan brillante, por la altura y por la pureza del aire, que se perfila un paisaje de contornos nítidos, lleno de luces y sombras que van cambiando a lo largo del día.
Todos mis recuerdos transcurren en estos escenarios en que la luz y la atmósfera que crea son muy importantes. Son recuerdos en que resulta fácil reconocer la hora del día en que transcurren por la luz que baña las imágenes.
Hasta tal punto ha sido poderosa la influencia de estos recuerdos que, ahora, cuando veo un paisaje, un cielo, un ambiente en un momento especial del día, me embargan las mismas emociones que tuve de niño, la profunda sensación de felicidad que sentía jugando con mis amigos, aquí, en el pueblo, en estas montañas y en estos valles, cuando sentía a flor de piel aquella enorme belleza.
En este escenario, en los valles de Omaña, enmarcado por la silueta poderosa de las montañas, notando la frescura y el rumor del río, en el instante de la hora azul, tenía lugar uno de los momentos más inolvidables de los veranos de mi infancia, algo que recuerdo siempre, después de tantos años, esté donde esté. Algo que vuelve poderosamente a mi mente desencadenado por esa luz mágica. Siempre me hace volver a la infancia, a lo más cercano que nunca he estado de la felicidad, la inocencia, la ilusión, la despreocupación, la sencillez, la amistad más profunda, las interminables horas jugando y las aventuras interminables.

Bueno, no eran interminables, cuando el sol se ponía y llegaba la hora mágica azul, cuando las sombras del valle comenzaban a dominarlo todo, volvíamos a casa. Comenzábamos a sentir el frescor del valle en nuestros brazos y piernas, y una punzada de hambre nos recordaba que había que dejar de jugar con los mejores amigos que nunca he tenido y volver a casa, cansinamente, con desgana. Entonces, por un fugaz instante, casi inconscientemente, un fogonazo de lucidez me hacía decirme a mí mismo: “¡Qué bien lo he pasado hoy!

Al llegar a casa, subir corriendo a sentarme a la mesa, respondiendo con dejadez y desgana: “Por ahí” cuando me preguntaban: “¿Dónde habéis estado?” y cenar vorazmente, con hambre, lo que mi madre había preparado. Sobre todo, los maravillosos huevos fritos con patatas fritas, el jamón y el chorizo del pueblo y las grandes rebanadas de pan de las enormes barras del panadero de Vega. De postre, si había suerte, de vez en cuando, unos feisuelos con azúcar, antes de salir corriendo a vestir los pantalones largos y el jersey, al oir algún amigo que nos llamaba a gritos desde la calle.
Luego, ya de noche oscura, como nunca he visto noches tan oscuras en ningún sitio, jugábamos a escondernos o perseguirnos por todo el pueblo o nos apretujabamos en los bancos del calecho a escuchar viejas historias de miedo.